Giraba y giraba, no dejaba de girar. Extendiendo los brazos y mirando al cielo azul. Yo desde el banco la miraba con los ojos muy abiertos e imaginaba que su cuerpo estaba entre mis brazos, y que ambos girábamos sin parar, sonriendo, cantando una melodía sin sentido que solo nosotros entendíamos. Que tropezábamos y caíamos pero ella siempre encima mía. - Para que no se hiciese daño, claro está - En la húmeda hierva del parque, ella se veía más linda que ninguna flor.
Pero justo entonces se levantaba sola, y volvía a girar, pero está vez sin sonreír, con el vestido manchado y con temblor en las manos. Esa sonrisa partida que le salía cuando tenía ganas de llorar. Pero giraba, porque yo también me levantaba a girar y giraba sin miedo. Nos tragábamos todas las lágrimas que sentíamos con el paso de los días. Hasta que el miedo llamaba a la puerta, y con él llegaban los ojos oscuros de Lía. Hasta que ambos, Lía y el miedo, iban de un lado a otro, dejándome la camisa bien limpia, y curándome las heridas, al menos por un tiempo.
- Lía - le dije aquella mañana al despertarnos.
Ella me miró con esos ojos marrones fijamente, con ese pelo desaliñado que tanto me gustaba
y con mi camisa de cuadros marrones desabrochada y contestó:
-Qué cielo.
-Tengo miedo Lía, tengo miedo de que dejes de girar y me arrastres hasta donde no pueda
alcanzarte!.
Lía. Me encanta. Es un nombre precioso. Y espero que ese momento no ocurra nunca.
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